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domingo, 4 de abril de 2010

¿INSURRECCIÓN EN MÉXICO?

Ante la llegada del 2010, se pone a la orden del día la discusión sobre las posibilidades o no de emprender una lucha insurreccional ahora.

La historia de la lucha de clases, muestra cuan lejos está de ocurrir una revolución en México y pone al descubierto lo peligroso de caer en algunas trampas…

Cuando hablamos de insurrección, nos estamos refiriendo a la movilización mayoritaria y masiva de una clase, sector de clase o conjunto de clases en determinado espacio y tiempo. En este caso no hablamos de una revuelta, rebelión, motín, etc., aunque bien pudieran utilizarse todos estos términos como sinónimos.

En lo que a nosotros interesa, habremos de aclarar que, partiendo de un punto de vista de clase, nos corresponde retomar para el análisis la historia de las insurrecciones proletarias, teniendo claro que este es el único contingente social capaz de derrotar al capitalismo.

Los mitos del bicentenario y la "liberación nacional": una trampa más de la burguesía.

Así que no corresponde a esta visión retomar las supuestas experiencias revolucionarias de 1810 y 1910 como punto de partida: en el primer caso se trató de un movimiento de más largo plazo en el que la clase obrera moderna estuvo totalmente ausente, pues aún era muy incipiente la industrialización de la Nueva España y, sobre todo, porque predominaba el sistema de servidumbre sobre el de trabajo asalariado, que era insignificante. Las colonias españolas y portuguesa en América eran como ahora, parte de la periferia en el sistema capitalista en ascenso, y su papel se limitaba aún a promover la acumulación de capital que se desarrollaba en los países centrales, donde incluso España estaba rezagada respecto a sus competidores europeos y respecto a las recién liberadas colonias de Norteamérica. Así que los indígenas, mestizos y criollos pobres que alimentaron las filas de la insurgencia, no lo hicieron desde una posición que pudiera cuestionar, ya no digamos transformar profundamente el modo de producción y romper con la dominación de clase.

No sería sino hacia finales del siglo XIX y principios del XX que en Latinoamérica surge un proletariado industrial moderno, asociado este fenómeno a la creciente intervención de potencias como la británica y la alemana, en plena expansión neocolonial e imperialista. Las luchas desarrolladas entonces, sobre todo al sur del continente, si bien se trató de importantes lecciones en el aprendizaje de la clase emergente, no tomaron la forma insurreccional, sino que se trató de huelgas y otras protestas.

En México los sucesos de Cananea y Río Blanco fueron los principales episodios en que el proletariado se vio claramente identificado, pero fue golpeado sin miramientos por el régimen porfiriano. Luego, en el movimiento revolucionario desarrollado a partir de 1910, fue la burguesía quien capitalizó para sí el descontento de las masas armadas. Los ejércitos de Villa y Zapata si bien formalmente expresaban los intereses de sectores oprimidos diversos, estaban lejos de conformarse como contingentes desde los cuales se delineara claramente un programa que rompiera con el capitalismo en ascenso.

Finalmente la “revolución mexicana” , que fue mas bien revolución burguesa que otra cosa, afirmó las bases de la sociedad de clases, liberó alguna fuerza de trabajo atada al sistema de peonaje en las haciendas, y promovió aún más la modernización económica capitalista en México. El único grupo que estaba más claramente identificado con un programa proletario, el de los magonistas, no pudo articular más allá la participación de una clase obrera que se encontraba en pañales y no tenía mayores experiencias previas de organización y combate.

Así que en México no se puede hablar de experiencias insurreccionales del proletariado: con todo y su importante significado, no lo fueron tampoco las luchas de ferrocarrileros, maestros y médicos en los años 50 y 60. El 68 fue una gran irrupción de masas, pero así como aquellas luchas fueron reducidas por el aparato sindical y la represión del estado, en este caso se reforzó además este control con el papel directo del reformismo, que por medio de la intervención del estalinista PCM, en la dirección del CNH, arrebató al movimiento su capacidad de tomar un curso autónomo, conduciéndolo al callejón que terminó en el sangriento dos de octubre. Nada extraño: en Francia, donde millones de trabajadores estallaron la huelga aquel mismo año, el aparato sindical y la izquierda del capital hacían también de las suyas para amansar la combatividad emergente.

Tampoco las guerrillas de los años 50, 60 y 70, representaron de ningún modo movimientos insurreccionales de la clase trabajadora, en el mejor de los casos se expresó en ellas una heroicidad tan decidida como inútil en sus resultados. En el ámbito rural estos grupos contaron con una importante base social campesina de respaldo, pero fueron incapaces, por su carácter de clase, de clarificar en cuanto a los métodos y organización realmente revolucionarios. En las ciudades, miles de militantes que habían visto cerradas las vías para la lucha política abierta, debido a la encarnizada represión de la monolítica democracia mexicana, -hija de la “revolución”-, tomaron el camino de una clandestinidad que los alejaba de las masas al intentar sustituir la acción consciente de estas por la de una minoría armada.

La insurrección zapatista de 1994, si bien cimbró al país y precipitó la caída del sistema de partido de estado, se ubicó mas bien en la vertiente de las protestas sociales antineoliberales que recorrieron Latinoamérica por tres lustros: desde el Caracazo de 1989 en Venezuela hasta los sucesos que llevaron a la caída de varios presidentes en Argentina, Bolivia y Ecuador en la primera mitad de la década presente. El EZLN, si bien en su interior hacen filas muchos trabajadores del campo y campesinos pobres, ambos sectores en calidad de indígenas, por su origen, programa, estrategia y métodos, no proletarios, demuestra que es incapaz de romper con su atadura a la defensa del estado capitalista, lo cual se expresa claramente en su consigna de “Liberación Nacional”, legado de las FLN, uno de los pocos grupos político militares que sobrevivieron a la guerra sucia, misma que se prolongó por tres décadas y hoy se renueva con la desaparición forzada de militantes de otros organismos armados por el gobierno de México. Esta atadura ideológica nacionalista se reproduce inevitablemente desde siempre en cada una de las iniciativas neozapatistas, -como lo es o fue la Otra Campaña-, y se levanta como un obstáculo para la lucha anticapitalista revolucionaria.

Las insurrecciones proletarias toman un camino distinto.

Mientras el neocolonialismo y el imperialismo llevaban a cabo su labor depredadora en Latinoamérica, en los albores del siglo pasado ocurrieron sucesos que pusieron a la clase trabajadora en primer plano, como quien podía cuestionar directamente a un sistema capitalista que empezaba a entrar a su fase de descomposición definitiva, es decir, que era ya incapaz de ofrecer ninguna salvación a la humanidad entera. Luego de las primeras batallas de 1848 y de la fugaz experiencia de la Comuna de París en 1871, que había mostrado al mundo entero la posibilidad de instaurar la república del trabajo sobre las ruinas del estado construyendo una sociedad de iguales; huelgas de masas se sucedieron por varios años en toda Europa: en 1891 125 mil obreros belgas dejaron su trabajo, dos años después este número se duplicó y lograron los objetivos planteados (su participación política). En 1902 350 mil obreros participaron nuevamente en una huelga en aquel país. Ese mismo año en Francia 160 mil mineros hicieron una huelga. En 1904 en Italia hubo huelgas y enfrentamientos callejeros en varias ciudades. En Alemania, hubo huelga general política también, aunque controlada por partido el socialdemócrata y sindicatos.

En Rusia, que era un país con unas cuantas ciudades industriales y población mayoritariamente rural. Sin embargo, ya desde 1896-97 hubo una gran huelga en San Petersburgo. Luego se sucedieron otras entre 1902 y 1904 en Bakú, Rostov, Tiflís, Odesa.

Así que para febrero de 1905, cuando estallaron las huelgas masivas en Rusia, los obreros de los principales países capitalistas del continente, ya habían experimentado la escuela de la revolución que planteaba la posibilidad de su movilización masiva por propia cuenta.

Si bien estas experiencias en ocasiones terminaron en derrotas (inducidas por la intervención social demócrata o directamente de los partidos burgueses), fueron al mismo tiempo oportunidades importantes que tuvo la clase trabajadora para establecer lazos de solidaridad y autoreconocer su propio potencial organizativo.

Esto permitió que una década después, luego de un largo lapso en que el movimiento obrero parecía ahogado, estallaran, primero en Rusia y luego en Alemania, nuevas huelgas que posibilitaron dar el paso a la insurrección.

En el caso de Rusia ya desde 1905 se organizaron los soviets como órganos territoriales de debate donde participaban todos los partidos obreros y, lo que es mas importante, miles de trabajadores se involucraban directamente por primera vez en discusiones políticas masivas por fuera de los controles estatales. Esta experiencia se repetiría en 1917, aunque ahora el proletariado ruso contaba con una expresión organizada propia y permanente: el partido bolchevique, que disputó desde un principio la conducción de las huelgas hacia la insurrección, y luego esta hacia la toma del poder político y derrocamiento del antiguo régimen. En los soviets de 1917, además de participar obreros, soldados y campesinos pobres, confluían también los partidos de la pequeña burguesía que tendían a alejar a los obreros de la perspectiva revolucionaria y pugnaban por la colaboración con el Estado y partidos de la burguesía.

En Alemania durante 1918-19, se dio una situación similar: al calor de la guerra estallaron primero huelgas de masas en la industria bélica en la primavera. Y luego, al difundirse la noticia del triunfo de los bolcheviques y el retiro de Rusia de la guerra, surgieron amotinamientos militares, primero de marinos en los puertos principales y luego se generalizaron en las ciudades, donde se constituyeron los consejos obreros, órganos que del mismo modo que los soviets, configuraban una situación de “doble poder.” Sin embargo, en la disyuntiva de hacerse de todo el poder político, pero influidos desgraciadamente por la socialdemocracia chovinista, optaron por entregar el poder a un parlamento que al año siguiente dio paso a la república burguesa y reprimió a sangre y fuego a los elementos comunistas mas avanzados.

La insurrección en Alemania fue finalmente derrotada, no sin nuevos intentos revolucionarios en 1921 y 1923. Y con ello quedaron canceladas las tentativas de una extensión internacional del proceso revolucionario iniciado en 1917, lo que determinaría la derrota de la revolución misma, -pues la extensión de esta era su única posibilidad de triunfo- y posibilitaría el surgimiento de la contrarrevolución capitalista encabezada por José Stalin, en el caso de la Unión Soviética, y del nacional socialismo para el caso de Alemania.

Sin embargo, las experiencias quedaron ahí para ser valoradas: solo cuando el proletariado logró deshacerse de las sujeciones del aparato burgués, por medio de su acción espontánea, fue que pudo organizarse para intentar tomar el poder político, poder que no podía tomar ningún partido a nombre suyo, sino solamente la propia clase insurreccionada, organizada no solo para detener la producción sino para establecer las bases de su dominación política: la dictadura del proletariado.

Las huelgas de masas, frecuentemente aparecían como huelgas salvajes, es decir, no estallaban a resultas de la convocatoria de una burocracia o vanguardia: los sindicatos hacían todo lo posible por alejarlas del terreno revolucionario, en tanto que los militantes comunistas solo podían animar el espíritu de lucha de los obreros, planteando la necesidad de su actuación independiente; pero nadie podía decretar ni predecir en que momento los trabajadores pararían por cuenta propia la producción.

Las huelgas salvajes posibilitaron el paso a la insurrección, momento donde el elemento espontáneo del accionar de la clase se podía combinar al fin con la participación de los miembros mas avanzados, en una unidad recíprocamente complementaria entre vanguardia y masas, donde el elemento de la consciencia no era patrimonio de ningún grupo externo o de iluminados, sino el factor común a toda la clase que permitiría dar el paso revolucionario siguiente.

La lucha económica y la política se combinaban en todo momento: las reivindicaciones salariales, por la reducción de la jornada laboral, eran las demandas con la que iniciaba la protesta, que pronto devenía en una protesta política. Al mismo tiempo, la agitación previa y subterránea posibilitaba el que estallaran tarde o temprano los movimientos huelguísticos.

En Latinoamérica la izquierda del capital impide las luchas autónomas.

Algunos grupos de la izquierda del capital, trotskistas y estalinistas, han difundido una versión falsificada de la historia queriendo disfrazar algunos acontecimientos como si se tratase de verdaderos episodios revolucionarios dignos de tomar como ejemplo. Así, se habla de la “Revolución de 1952” en Bolivia, cuando si bien es cierto hubo importantes demostraciones de combatividad obrera, esta se vio sofocada por el populismo (MNR) y los sindicatos (COB), que , con el señuelo de enfrentar a la oligarquía minera y el imperialismo, recondujeron el proceso de explotación capitalista y afianzaron los controles sobre los trabajadores.

El otro caso más sonado y más romántico, del cual la burguesía ha sacado provecho hasta el tope, fue la experiencia de la guerrilla cubana. Siendo este un movimiento triunfante, se nos ha querido presentar por décadas como ejemplo de un camino latinoamericano hacia la “liberación de los pueblos” o hacia el socialismo incluso. Ciertamente el Movimiento 26 de Julio y el Directorio Revolucionario se valieron de la movilización de los obreros en las ciudades para complementar su accionar armado en las montañas. Pero una vez derrotado el dictador Batista, las reformas sociales que se vio obligado a emprender el gobierno “revolucionario”, tuvieron siempre su contraparte con el afianzamiento de la explotación (ahora conducida por el propio Estado “socialista”) y el establecimiento de una dictadura militar que asumía el control político férreamente.

Muchos vieron en Cuba, y en el icono que luego representó el Che Guevara, la confirmación de que sí se podía apostar a un cambio revolucionario en el continente, aún sin el apoyo del campo imperial soviético que se limitaba a llevar adelante la coexistencia pacífica con los Estados Unidos, habiendo enterrando desde hace mucho las banderas de la revolución y el internacionalismo proletario.

Se pensó entonces que bastaba un grupo de decididos para empezarlo todo: poco a poco ir ganando la simpatía de aquellos que, llegado el momento de ascenso en la confrontación armada, no tendrían otra opción que asaltar el cielo gracias a sus heroicos salvadores.

Pero el guerrillerismo, tanto en su versión guevariana (el foquismo) como en su variante china (la guerra popular prolongada), simplemente se constituyó en una nueva ideología que lejos de representar al proletariado, lo alejaría de sus propios métodos, planteando la falsa idea de construir el socialismo estado por estado, sustituyendo el protagonismo consciente de la clase proletaria, por el de las minorías decididas y voluntaristas.

Habiéndose agotado el pozo de la mistificación “revolucionaria” , luego de la derrota del capitalismo de estado mal llamado “campo socialista” en la ex URSS y Europa del este, y luego de la derrota también de los proyectos “revolucionarios” , ya sea por su propia descomposición al llegar al poder o negociar la paz (FSLN, FMLN, URNG), ya sea por su derrota militar al carecer de respaldo imperial (PCP y MRTA en Perú), ya sea por su inanición ideológica (como en Colombia las FARC), la burguesía ha requerido hacerse de nuevos recursos para presentarlos como ejemplos de lucha ante los ojos de los trabajadores. Así, ha retorcido a mas no poder la interpretación de lo ocurrido recientemente en Argentina, Ecuador, Bolivia, mostrándolos como procesos sociales “revolucionarios” , “antisistémicos” de “rebelión”, y afianzándose aún más esta mistificación con el surgimiento de los gobiernos de izquierda en esos y otros países.

Pero ni en Bolivia, ni en Ecuador ni en Argentina han ocurrido luchas revolucionarias: en el primer caso el MAS fue el fiel de la balanza que sirvió para encauzar la combatividad y el descontento a la derrota, mismo papel que jugaron primero los militares y luego las organizaciones indígenas y la izquierda política en Ecuador. En tanto que en Argentina, en la famosa revuelta del 19 y 20 de diciembre de 2001, nunca los trabajadores lograron deshacerse del aparato de control sindical, en tanto que los que se movilizaron “autónomamente”, (desocupados o piqueteros) finalmente fueron también mediatizados y atados aun más la dependencia del Estado la mayoría, y otros a falsas expectativas de una vida de supuesta evasión del capitalismo, bajo la forma de ocupaciones de fábricas y autogestión de la miseria.

Pretender que Latinoamérica es hoy la vanguardia de las luchas antisistémicas en el mundo, es un discurso que en ocasiones implica también la propagación de una serie de falsedades que empujan al proletariado a alejarse de sus propios objetivos y métodos, al tiempo que se busca echar por tierra toda recuperación de la experiencia histórica de clase y se vierte veneno sobre todo lo que tenga que ver con el marxismo. Esto en sintonía con toda una tendencia ideológica mundial que propaga el fin de la clase obrera como sujeto preponderantemente revolucionario, la inutilidad de su organización política centralizada, y el repudio a todo programa que plantee la toma del poder, equiparando falsamente las experiencias revolucionarias del proletariado con el fracaso del capitalismo de estado soviético, augurando que toda lucha que se plantee una perspectiva de poder, está condenada al fracaso.

En su lugar, se difunden las ideas de que los “nuevos sujetos”, los “pueblos” la “multitud” o las minorías (indígenas, homosexuales, etc.) han de ocupar el papel de transformadores sociales, recurriendo no a la lucha revolucionaria, sino a levantar banderas parciales (ecologismo, diversidad sexual, defensa de la cultura) y a buscar falsas salidas al capitalismo: autogestión económica, cooperativas, tomas de fábricas, etc.

Esto en el mejor de los casos, cuando no se apela a los recursos más falsarios del capital como el “Socialismo del Siglo XXI” y toda la defensa de los gobiernos de izquierda que no son sino otra variante del estado capitalista. El discurso teórico antimarxista en torno a los movimientos sociales, y el avance de los proyectos nacional estatistas, lejos de oponerse, son dos caras de la misma moneda: ambos van encaminados hacia el reforzamiento de los controles de la burguesía sobre los trabajadores y demás oprimidos.

También en México sindicatos y partidos cumplen su papel de contención y desvío.

Los últimos episodios de la lucha de clases han mostrado cuán férreo puede ser el control ideológico y político con tal de impedir el surgimiento de movilizaciones realmente por fuera del ámbito del estado y la democracia. Es un control que pasa por la represión encarnizada a los luchadores sociales como ocurrió en San Salvador Atenco y Oaxaca en 2006, por el ataque a los obreros en Sicartsa ese mismo año, y por la criminalización ascendente de toda protesta que vaya más allá de los márgenes del propio régimen. Sin embargo, también es un control sutil que lleva al desvío, contención y mediatización de la combatividad y el descontento, encaminándolos hacia falsas luchas, como en el caso de la APPO, que desvió la lucha magisterial al campo de las pugnas interburguesas, y, mas recientemente, del SME, que ha llevado a los trabajadores al abismo de la confianza en la legalidad, la defensa del sindicato y de la empresa, alejándolos de sus propias reivindicaciones.

Plantear hoy que la posibilidad de la insurrección pueda bajo estas circunstancias estar a la orden del día, como han hecho algunos compañeros agrupados en La Otra Campaña, implica ignorar de plano que no se han roto las ataduras que impiden la organización autónoma y de clase que toda insurrección plantea: incluso dentro de dicho esfuerzo organizativo se ha tenido que enfrentar la inercia burocrática y pasividad que predomina.

Pero sobre todo, pensar que la insurrección revolucionaria puede derivarse de un plan preestablecido, es tan equivocado como suponer que la revolución vendrá sólo porque esta es necesaria.

En contraste con esta perspectiva voluntarista y romántica, la realidad de la lucha de clases en este país muestra una situación bastante alejada de modificarse de la noche a la mañana, ya sea porque uno u otro grupo propague exitosamente sus proclamas radicales (<< ¡Váyanse o los Sacamos! >>) o porque haya llegado el momento del supuesto ciclo histórico (“Nos vemos en 2010”). Las movilizaciones proletarias han estado presentes, es cierto, pero no bajo la forma de la huelga de masas que conlleva la insurrección, sino aun de modo incipiente, y sometidas la mayoría de las veces al control sindical y de partidos. La última movilización espontánea y masiva ocurrió en 2005 con los trabajadores y trabajadoras del IMSSS, ahí se vieron enfrentados al aparato sindical y al estado en su conjunto, pero rápidamente, una vez asestado el golpe que significó el cambio en el Régimen de Jubilaciones y Pensiones, el sindicato logro recuperarse y asestar nuevas derrotas. En 2009, medio millón de trabajadores han salido a las calles de la Ciudad de México a marchar poco después de que el gobierno anunciara la liquidación de Luz y Fuerza y echara a la calle a más de 40 mil empleados; pero rápidamente la combatividad fue contenida poniéndose el sindicato al frente de las protestas. Hoy el SME plantea la consigna de organizar la “Huelga General”, pero lo que en realidad se oculta detrás de esta maniobra, es la desarticulación de la lucha económica y política, a fin de infligir nuevos golpes al conjunto de la clase obrera.

<<Estamos convencidos que existen condiciones para acciones en favor del derrocamiento de la burguesía y la apropiación de los medios de producción >>, expresa el “Manifiesto Anticapitalista 2010”, suscrito por un conjunto de adherentes a la Otra Campaña zapatista que han conformado una especie de bloque o tendencia insurreccionalista en ciernes.

Efectivamente la situación mundial de crisis por la que atraviesa el capitalismo pone a la orden del día la necesidad de mostrar a la clase trabajadora que es necesario acabar con dicho sistema como única salida verdadera a la crisis, y en general como único modo de detener la carrera desbocada a la barbarie y destrucción planetaria que el capitalismo conlleva como única posibilidad.

Pero de ahí a plantear que están dadas las condiciones para el cambio revolucionario, hay un abismo que es el mismo que dista entre el ánimo combativo de muchos y su comprensión cabal de la realidad de la lucha de clases.

Seguramente surgirán nuevos llamados en tal sentido de aquí en adelante, e incluso habrá quienes simplemente pasen a la acción armada y espectacular proclamando que <>. Pero las insurrecciones revolucionarias no surgen de la nada, ni aún de las proclamas, ni de la decisión de los más hartos y valientes.

Lo que viene será una escalada en los golpes de la burguesía a la clase trabajadora, con tal de recuperarse de la crisis, golpes de acompañados de más y más dura represión: el estallido de artefactos explosivos en distintas partes del país por parte de supuestos grupos ambientalistas, ácratas y seudo comunistas, parece en este sentido más bien parte de un montaje del Estado Mexicano destinado a desvirtuar cualquier expresión verdadera y así poder reprimir selectivamente a revolucionarios y luchadores sociales.

Pero también el estado estará presto para aprovechar cualquier brote de descontento legítimo que amenace con cuestionar su dominio, para llevarlo a la trampa de nuevas maniobras y derrotas, como las que ha ensayado ya en Oaxaca y más recientemente, con el SME.

El aventurerismo de nuevos grupos guerrilleros que pudieran aprovechar el momento para hacer su aparición mediática, así como la acción desesperada de algunos que se dejen arrastrar por la emoción del momento, pensando que la revolución a llegado, lejos de contribuir a la organización y conciencia que la lucha contra el capitalismo requiere, podrían involuntariamente tener resultados contraproducentes.

La lucha del proletariado requiere de la organización consciente, con una perspectiva mundial y revolucionaria.

Bajo el capitalismo la huelga de masas condiciona la posibilidad de la insurrección. Pero esta a su vez no puede entenderse sino como la antesala a la toma del poder mediante la destrucción del Estado. Es, por ello, la huelga de masas el anuncio del momento revolucionario: es cuando la posibilidad de la revolución ha llegado que la insurrección se hace presente, y no al revés. Las huelgas salvajes, como expresión máxima de la espontaneidad no son predecibles ni surgen de la convocatoria de tal o cual grupo.

Sin embargo, afirmar que no puede haber manifestaciones de este tipo simplemente porque no las ha habido antes en algún lugar o durante un tiempo prolongado, es una tautología pesimista. El factor que subyace detrás de la posibilidad de que la clase proletaria se constituya y exprese en la lucha es el de la conciencia. Es la labor paciente y subterránea de los destacamentos revolucionarios la que contribuye a posibilitar que las luchas aparezcan como de súbito. Y no se trata de que alguna minoría eduque a las masas, pues vanguardia y clase son una misma, por lo que la apropiación de experiencias de lucha y el aprendizaje de nuevas lecciones a partir de los logros y fracasos son una tarea en la que toda la clase esta involucrada.

Es la clarificación de estas experiencias, el análisis del panorama presente y la defensa sin concesiones del programa proletario, el deber de todo compañero que trate de contribuir con su esfuerzo a la posibilidad del cambio revolucionario.

En este sentido, puede resultar desastroso que quienes se reclaman de la tradición marxista asuman un programa de lucha parcial, rebajado, o una política de alianzas confusa; en aras de “no imponer” y “sumar fuerzas”. Y más riesgoso aún, que se pierda la perspectiva del conjunto de los acontecimientos, dejándose arrastrar en la desbocada carrera de la desesperación, desesperación que nada tiene que ver con el largo camino de construir la Huelga Política General como se ha planteado, sino que pretende avanzar paralelamente al desarrollo de métodos confusos como la “desobediencia civil”, o adversos de plano como la “lucha armada revolucionaria.”

La nueva crisis del capitalismo ha abierto una vez más la posibilidad de plantear su destrucción revolucionaria como única posibilidad de futuro para la humanidad. Los combates recientes en Alemania y Francia (con huelgas en el sector ferroviario y antes con la protesta contra la Ley del Primer Empleo), Gran Bretaña (donde huelgas de solidaridad han logrado reinstalar a trabajadores despedidos) y Grecia incluso, marcan el inicio de un posible nuevo ciclo de movilizaciones autónomas que pudieran a la larga ser el antecedente de algo más. Incluso en América y en México mismo, algunas movilizaciones pequeñas pero significativas y en especial, el avivamiento de la intervención y el debate entre revolucionarios, apuntan en el mismo sentido esperanzador. Pero hoy, como antes, este cambio histórico solo puede darse a partir de la organización y la lucha mundial de todo el proletariado para derrocar al Estado, hacerse del poder político e imponer su dictadura, como paso previo a la construcción de la sociedad comunista, el mundo que queremos.


¡ALERTA TRABAJADORES DE MÉXICO!

Por la construcción del partido revolucionario del proletariado en México.

Enero de 2010.

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